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Ochenta años después, el pasado no pasa

Antonio RIVERA, Universidad del País Vasco, UPV-EHU

Hace treinta años, una de las primeras cosas que escribí como historiador fue el encargo de un capítulo para una monografía sobre la guerra civil en el País Vasco. A punto estuvo de convertirse en experiencia fallida: la entidad demandante se negó a publicarlo argumentando que “hay cosas que aunque sean ciertas es mejor que no se sepan”. Es una lección que me ha acompañado siempre: el historiador no se debe ocupar de halagar los oídos de sus coetáneos sino de mostrarles lo que en ese momento se conoce como cierto, les guste o no; luego, la sociedad de cada tiempo resolverá si prefiere vivir con sus mentiras o con sus verdades.

Del inicio de la guerra civil, de aquel fallido golpe de Estado que desembocó en tan cruel contienda, han pasado nada menos que ochenta años. En condiciones normales sería tiempo más que de sobra para considerar aquellos hechos como materia historiable, como algo cerrado cuya influencia en el presente es limitada, del tipo que ejerce cualquier realidad histórica. Sin embargo, ello no es así por razones diversas que escapan a mi interés y posibilidades de espacio en estas líneas.

Volveré brevemente al final sobre ello, pero prefiero ahora detenerme en otra cuestión. Hace treinta años sabíamos muy poco de la guerra civil en el País Vasco (por traer la cuestión a nuestro espacio más cercano). Por eso, ratificar cualquier cosa archicontada y más que sabida resultaba un peligro.  Todavía con poco manejo de la documentación, echando mano más de la hemeroteca que del archivo, recuperando datos no siempre contrastados de notables historiadores franquistas (empezando por el navarro Arrarás y su Historia de la Cruzada Española), se trataba de construir las bases necesarias para el conocimiento de esa época: proceso que lleva al golpe de Estado; vicisitudes de este en cada lugar; apoyos y oposiciones al mismo; organización inmediata de la guerra por los diferentes contendientes; reorganización del poder político en cada bando; relación de lo local con lo general; represión...

De treinta años acá el avance ha sido tan extraordinario como desigual. Sin duda es Álava la provincia vasca mejor estudiada. Sabemos de la Segunda República como previo (De Pablo, Rivera), de sus principales culturas políticas en ese momento y en el anterior y posterior (De Pablo y Rivera, de nuevo), de la cultura política que sostiene el golpe (Ugarte; antes Aróstegui), de las vicisitudes de este (Germán Ruiz), de la propia guerra en el territorio (Aguirregabiria y Tabernilla), de la represión (Gómez Calvo: antes Ugarte, Norberto Ibáñez y Gil Basterra, o los datos extraídos por Arturo Cajal), de los nuevos poderes locales (Cantabrana, López de Maturana), etcétera.

No es tan optimista el balance en los otros territorios. Navarra tuvo un buen punto de partida y lo ha seguido alimentando con investigaciones modernas en los últimos decenios, pero lejos de las expectativas generadas en el arranque. De Bizkaia y Gipuzkoa no se puede decir tanto. Más allá de los encomiables trabajos de investigadores seniors como Barruso, Aizpuru, Luengo... —o la imprescindible guía de fondos documentales y bibliográficos de De la Granja y De Pablo— o de nuevos que pronto verán la luz, como Zubiaga, el desierto aventaja al predio y no se puede afirmar que contemos con las piezas fundamentales del conocimiento desde las que armar una base solvente para futuras investigaciones. Están todavía en una fase impresionista donde el cuadro se va llenando con imágenes salteadas y aleatorias que no permiten contemplar el conjunto. Hay muy buenos trabajos sobre los aspectos bélicos (Vargas), sobre bombardeos emblemáticos como Gernika y Durango (Echániz y su equipo, Irazabal), sobre la labor del Gobierno Vasco y algunos de sus Departamentos, algunas cosas sobre la cuestión económica y social durante la contienda (González Portilla; De Pablo para la vida cotidiana), muy poco y muy desigual sobre la represión (Landa, Ostolaza, ahora el ya citado Zubiaga), ninguna obra de conjunto de cierto peso y relevancia, un vacío clamoroso en estudios sobre las diferentes culturas y grupos políticos en el marco de la guerra civil (el determinante carlismo vasco, los republicanos, los socialistas; ni siquiera los nacionalistas vascos tienen un estudio específico de la coyuntura, aunque sí trabajos generales que la engloban), y, eso sí, abundantes títulos pertenecientes a la llamada “historiografía partisana”, marcada e innecesariamente parcial y poco rigurosa.

Rescate de cad?veres tras un raid de la aviaci?n franquista

Rescate de cadáveres tras un raid de la aviación franquista. Marzo-abril de 1937. Ref. G.L. Steer, The Tree of Guernica.

Se observa entonces un panorama contradictorio: algunos territorios menos importantes tienen bien trabajada su historiografía y están en trance de historizar (“convertir en historia”) ese pasado, mientras otros, clave o estratégicos en ese momento, a duras penas presentan un conocimiento cabal y documentado de lo ocurrido.

Pero la contradicción historiográfica es poca cosa comparada con la social. Me explicaré. También en Euskadi —incluso, sobre todo en Euskadi— la guerra civil española, más allá del trabajo de los historiadores —incluso a veces por culpa o con colaboración de estos, de su facción “partisana”—, se resiste a convertirse en historia, a formar parte de un pasado que no interfiera como referencia sólida en el presente. El pasado no quiere pasar y la historia sigue perdiendo ante las memorias, cada vez más imposibles debido al largo trecho temporal que nos separa de aquello.

Las dos contradicciones, la historiográfica y la social, siendo distintas, coadyuvan a que el pasado no pase. La todavía endeble conformación de una historia sobre la guerra civil en el País Vasco propicia y da pábulo a la intervención/interpretación de muchos o de cualquiera. Todo es posible en el pasado: lo que sabemos que ocurrió y lo que no. De hecho, se apuesta por construir el pasado más allá de los límites de la realidad y de la ficción, de lo constatable o de lo inventado. Y se hace por la segunda de las contradicciones, porque se reclama su presencia como memoria viva —y no como conocimiento poco discutible, cerrado— y por su capacidad performativa para dar lugar a un presente distinto y alternativo al real. La conversión en historia de un hecho del pasado es consecuencia de la desactivación de las posibilidades que tiene su memoria de interferir en el presente. El recuerdo de la guerra sigue abierto porque el relato de la misma está todavía sometido a discusión en el ágora pública, con evidentes dificultades de los profesionales del pasado, los historiadores, para certificar lo ocurrido y para hacerse legítimamente con el monopolio de ese conocimiento. El pasado está todavía suficientemente presente como para dejárselo en exclusiva a los historiadores, para que lo conviertan de una vez en historia, en “naturaleza muerta”. Así, el “pensamiento colectivo” manda y el historiador o se resigna o se pone al frente como “primer partisano”. También puede aplicarse a su oficio y empeñarse en historizar con dignidad lo acontecido. En esas estamos también por aquí.

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